Este mensaje tan sencillo transformó el mundo para siempre:
“No está aquí, pues ha resucitado”
La Pascua tiene que ver con el sentido de nuestra vida.
Con la razón de ser de la humanidad.
Con la eternidad.
Muchas veces nos olvidamos de ello en el ajetreo diario. Nos enfrascamos en diversas ocupaciones y afanes y nos dejamos consumir y dirigir totalmente por las presiones e influencias del mundo que nos rodea; no solo somos incapaces de liberarnos, sino que tampoco somos conscientes de que estamos cautivos.

La Pascua de Resurrección  se llama así por la de Jesús y por la nuestra.

La idea de resucitar es rechazada por los ‘gurus’ intelectuales. Aseveran que con la muerte termina todo y haría falta un milagro para resucitar a un muerto, y según ellos los milagros no existen.
Si un milagro es un hecho sensible superior al orden natural que trasciende la capacidad de la ciencia para explicarlo, tal vez podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que cada uno de nosotros es un milagro viviente, así como todo lo que vemos, oímos y tocamos.
Anhelamos ser comprendidos, y un instinto innato nos impulsa hacia la patria celestial de donde salimos.

Ay, si hubiera un punto de referencia, un lugar filosófico donde pudiéramos detenernos, dar un paso atrás y alejarnos de nosotros mismos, un mirador desde el que pudiéramos vernos a nosotros mismos con claridad, con la perspectiva de toda la creación y

El cristiano ha encontrado ese lugar, y el gozo de tal hallazgo le ilumina el rostro. Desde esa perspectiva, ve que todo el sentido de su vida debe resolverse, cumplirse y comprenderse no solo en función de su existencia terrenal, sino de la eternidad.

Esa es la esencia de la Pascua.
Por toda la creación resuenan estas palabras:
“No está aquí

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