Dos jóvenes hermanos se involucraron en una competencia continua por la superioridad. Allan de nueve años, explicaba a Roberto, de cuatro, la ciencia de la materia viva, muy complacido de su ventaja por estar en tercer grado.

Pronto, se desató una algarabía, con gritos de ¡Yo no! y ¡Tú también!, que se escuchaban por toda la casa. Roberto corrió llorando al encuentro con su madre.

-Mami… ¿está todo formado por átomos?
_Sí, así es.
-Entonces -dijo-, ¡estoy hecho de átomos!
-Él tienen razón, cariño. Todo en el mundo está compuesto por átomos.

Rob se tiró al piso, sollozando como si se hubiera roto el corazón.  Su intrigada mamá lo tomó en brazos y lo estrechó fuertemente.

-A ver, ¿qué está pasando?
– ¡No es justo! -chilló-. No quiero estar hecho de Allans. Quiero estar hecho de Robertos.

Todos queremos reconocimiento a nuestra exclusividad. Sin embargo, nuestro valor propio no debe depender del lugar que ocupemos en la sociedad, de la opinión de otros hacia nosotros o de nuestras propias comparaciones con los demás. Nuestra autoestima debe cimentarse en el hecho de que Dios nos creó con extremo cuidado y nos ha llamado Su buena creación.

En su omnisciencia, todos estamos hechos de las sustancias correctas. Nuestro valor propio viene entonces de cómo las utilizamos, en el servicio a nuestras familias y comunidades, ejercitando los dones creativos y estando en unidad con Dios. Ni la categoría  más alta a los ojos de los hombres, puede igualar la recompensa por obedecer la voluntad de Dios. Es así como nos elevamos a mucho más que una simple colección de átomos.

Gálatas 6:4
Pero que cada uno examine su propia obra, y entonces tendrá motivo para gloriarse solamente con respecto a sí mismo, y no con respecto a otro.