El naufragio del Titanic dejó, pues, una imborrable huella en la memoria humana.

El descubrimiento de los restos, hace unos años, permitió que los expertos emitieran una hipótesis que explicara cómo ese espléndido transatlántico, maravilla de la técnica, zozobró en tres horas después de chocar con el iceberg.

Muchas fueron las causas secundarias, pero una de las explicaciones de los expertos, después de haber examinado algunas muestras de los restos del buque, fue la poca resistencia de los remaches de ensamblaje del casco. Unos cuantos de ellos parecen haberse soltado, abriendo unas vías de agua que inevitablemente condenaron al naufragio al palacio flotante, reputado como insumergible.

“Dios mismo no lo podría hundir”, repitieron algunos. Tal desafío nos impresiona. Bastaron unos remaches defectuosos para que ese 15 de abril de 1912 la humanidad recibiera una severa y magistral lección de humildad, al ver que su obra de arte se hundía en las heladas aguas del Atlántico.

¡Qué contraste con el primer “gigante de los mares”, el arca, construida por Noé y dirigida por Dios mismo! Navegó cerca de un año en medio de un diluvio sin parangón en la historia, y preservó a todos los pasajeros.

A los que quieren vivir sin Dios se les dice: “Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían, bebían, se casaban… vino el diluvio y los destruyó a todos” (Lucas 17:26-27).

Esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua.
1 Pedro 3:20

 

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