Había una vez un niño de 8 años que instintivamente contestó el teléfono de su casa y susurró, “Hola”. La voz del otro lado dijo, “Sí bueno, ¿Se encuentra tu mamá en casa?” el niño contestó: “Sí, pero está ocupada,” “¿Está tu papá en casa?” “Sí pero también está ocupado…” “Bueno, ¿Hay algún otro adulto en tu casa con el que pueda hablar?” “Sí, hay un policía y un bombero” “¿Podría hablar con uno de los dos?” “No, ellos también están ocupados” “¿Bueno, y qué están haciendo todos que están tan ocupados?” Hubo una pausa muy larga y después el niño contestó, “Me están buscando”.
Cuando somos culpables, instintivamente corremos a escondernos; creo que esa respuesta está tejida en nuestros genes. Esconderse fue exactamente lo que hizo Adán y Eva cuando Dios salió a buscarlos después de que ellos habían comido del fruto prohibido. Sin embargo, esconderse no es la mejor opción para tratar con nuestra culpabilidad ya que la culpabilidad no se soluciona cuando la escondemos, la negamos, o la cubrimos.
La próxima vez que se sienta culpable déle gracias a Dios que aun puede sentir. Digo eso porque cuando ese sentimiento de culpabilidad deja de existir en el alma del ser humano, significa que hemos llegado a ser insensibles, y las personas insensibles llegan a ser cada vez más capaces de adquirir actitudes y actividades destructivas hacia los demás.
Ese sentimiento de culpabilidad es bueno porque tiene el potencial de mantenernos humanos. Por otro parte, la culpabilidad puede devorarnos de adentro hacia fuera; asesinando la paz y nuestra libertad para funcionar. Ese tipo de culpabilidad por lo regular está asociado con algún error gigantesco o una falta mayor que cometimos en el pasado.
Cuando la culpabilidad toma dominio de nuestras almas nos sofocará nuestra vida. Así que cuando ese tipo de culpa inunde su vida el único antídoto es La Gracia de Dios.
Como puede ver, Dios comprende nuestras faltas y nuestros errores. Y aun cuando Dios se entristece con nosotros. El está dispuesto a perdonar todas nuestras faltas y a enmendar nuestros corazones rotos. Lo único que hay que hacer es pedírselo.
Y cuando lo hace, Dios intercambia nuestra culpabilidad por su Gracia. Así que la próxima vez que la riegue, que se equivoque o que falle, pídale perdón a Dios y yo le garantizo que Dios estará deseoso de perdonarlo.
Jorge Cota
Bendito sea DIOS, por esa enseñanza tan poderosa.