Apreciado pastor:

Fue embargado de una profunda tristeza como terminé leyendo su última carta.  Quise, una vez más, estar a su lado para abrazarle fuerte y prolongadamente haciéndole sentir todo mi respaldo y consolación.  ¡Cuánto he lamentado que eso no fuese posible!

Me ha escrito usted nuevamente acerca de la situación planteada en su última carta y acerca de lo cual le respondí hace algunos meses.  Lamento que el contenido de mi carta pareciera no haber producido todo aquello que de ella yo esperaba.  Según entiendo de la lectura de su último escrito, no ha podido usted reponerse de la traición de sus ovejas.

“He tratado de seguir su consejo, he dispuesto mi corazón y mi mente, he luchado tenazmente contra mi propia alma tratando de someter mi desconsuelo y no he conseguido aliviar mi dolor…  En realidad no sabía que mi herida era tan grande”.

En fin, si antes me escribió usted acerca de sus sufrimientos, ahora me describe sus heridas abiertas y cómo ellas están a punto, perdone la expresión, de dar el traste con su ministerio.  Y descubro que a pesar de sus muchos años dedicados al pastoreo de las ovejas, no sabía nada acerca de una de las condiciones indispensables en la vida de todo aquel que ejerce el cuidado de las almas cristianas: aprender a hacerlo aunque el corazón vaya cubierto de vendas.  Vendas que cubren las heridas que producen aquellas personas a quienes cuidamos.

Extraño, ¿Verdad?  No es posible expresar lo que acabo de escribir, e impedir, al mismo tiempo, que un misterioso aire de ingratitud y traición envuelva una afirmación semejante.  Y es que todo verdadero pastor, amigo mío, muchas veces ha de ser traicionado y ofendido por aquellos a quienes sirve.  En realidad no resulta nada placentero hablar sobre este asunto, pero ha llegado el momento de hacerlo.  Así que me dispondré a comenzar.  Lo haré recordando algunas frases que usted escribió:

“He sido pastor, no por satisfacer una noble y muy espiritual aspiración personal… He sido pastor, no por haber creído que reunía las condiciones establecidas por Dios para tan compleja misión… He sido pastor, apreciado amigo, porque el Señor me escogió y me llamó para que apacentara Sus ovejas.  Yo nunca se lo pedí y tampoco Él lo consultó conmigo.  No me preguntó, no lo discutió, no me propuso nada.  No se acercó para pedir mi consentimiento, no me dio alternativas para escoger, no esperó que yo le diera mi parecer… Él simplemente me llamó a ser pastor… Él me impuso una carga.  Y cuando me di cuenta de lo avanzado de Su llamado para mi vida, de la proximidad del inicio de mi servicio a Él en ese aspecto, ya estaba yo en un altar siendo ungido por un grupo de ancianos y de pastores que con gran alegría veían en mí al abnegado joven que, cayado en mano, saldría a ayudarles para apacentar las ovejas del Señor.

Esa noche, amigo, llegué a mi casa y encerrado en mi habitación lloré larga y profundamente con mi frente pegada en el cálido piso de mi cuarto.  No sabía porqué lloraba.  Sólo recuerdo que era un sentimiento que me quemaba por dentro y tenía que deshacerme de él de alguna manera.  Y solamente después de haber llorado mucho comencé a pensar sosegadamente en las consecuencias de todo lo que me había ocurrido… me pregunté si todo aquello no habría sido una equivocación de los líderes de mi iglesia.  Pensé que mi vida cambiaría y que no podría nunca más ser el mismo debido al sagrado ministerio que ahora comenzaba… pensé que no estaba preparado para tan importante misión… pensé que nunca estaría preparado… pensé que yo no tenía un corazón de pastor… pensé en mi egoísmo, en mi superficialidad espiritual, en mi desconocimiento de las penas más profundas que azotan las almas de los hombres y, por lo tanto, en mi incapacidad para aconsejar, para orientar, para guiar.

Sentí deseos de correr al templo y esperar el nuevo día para decirles a los hermanos en la fe que todo había sido una equivocación, pero el cansancio y el sueño hicieron que me quedara dormido meditando en todo esto.

El siguiente día, sin embargo, recobrando nuevas fuerzas, prometí al Señor que dedicaría cada día de mi vida, hasta la muerte si Él así lo disponía, para servirle cuidando Sus ovejas.  Salí para realizar mi primera visita pastoral.  Recuerdo haber llegado muy temprano a la casa de aquella anciana de blancos cabellos.  Y debo decir, en honor a la verdad, que llegué a su hogar no tanto para consolarla sino para que pusiera sus manos sobre mi cabeza y le pidiera al Señor Su bendición para mi vida.  Desde entonces, amado amigo, cada día de mi vida he cumplido aquella sagrada promesa que hiciera siendo joven aún y de lo cual, ahora, sólo me quedan buenos recuerdos de mejores experiencias.

Pero las cosas que me han ocurrido recientemente han golpeado mi propia alma de tal manera que le escribo para anunciarle que he tomado esta tarde una dolorosa decisión: pienso dejar la Iglesia que por años he pastoreado.  Por favor, ore usted por mí”.

Y después termina explicándome las causas de su angustia: no ha podido reponerse de los golpes recibidos y de las recientes acciones de aquellos que ayer le traicionaron.  Y aunque no ha querido hablarme de lo que le han hecho en esta oportunidad, entiendo que debe haber sido algo bastante grave para que termine usted dejando el ministerio.

Ante tal situación debo comenzar diciéndole que su caso no es nada ajeno al ministerio pastoral.

Le invito además a dar juntos un paseo.  Trate de olvidar un poco su problema y acompáñeme un rato en un largo viaje en el tiempo para que miremos, a la distancia, a un hombre que vivió una situación parecida a la suya.  No, no tendrá que salir de su habitación, solamente siga la lectura.

Recuerde aquellas tristes palabras del apóstol Pablo:

“…Me abandonaron todos…” (2 Timoteo 1:15)

Pues viajemos hasta donde él está mientras las escribe.

¿Lo observa ya?  ¿Puede advertir la grave situación en la que se encuentra?  ¿Puede describir el lugar?  ¿Una cárcel?  ¡Claro!, una cárcel.  Romana, por cierto y más deshumanizante que cualquier otra.  ¿Percibe la oscuridad de la misma?  ¿Se da cuenta de lo lúgubre del recinto?  ¿Vislumbra la frágil silueta del encorvado anciano mirando tristemente las paredes que lo aprisionan?  Sí, un anciano que sabe perfectamente que sus días sobre la tierra están contados y que en lugar de disfrutarlos junto a sus amados como un anticipo a su eminente encuentro con el Señor, debe conformarse con esperar dicha celebración en la más completa soledad y en el más lóbrego abandono.

Él se ha entregado a sí mismo para servir a sus ovejas, pero cuando necesita que estas le muestren un poco de cariño, de amistad y de respaldo, contrariamente le dan la espalda y lo dejan abandonado en manos de sus verdugos.

¿Estará usted de acuerdo conmigo al afirmar que el maltrato que recibió de estos últimos resultó ser más llevadero que el desaire de las primeras?  Seguro que su propia experiencia le lleva a asentir en este momento.  Pero sigamos.

Imagínese al anciano apóstol enfermo, encerrado y sólo.  ¿Ve cómo de vez en cuando levanta su mirada al escuchar pasos cerca de su celda tratando de encontrar en medio de aquella fría cárcel los rostros de sus amigos que vienen a visitarle?  ¿Se da cuenta de la expresión de sus ojos cuando descubre que sólo eran los pasos del carcelero?  Vez tras vez es igual; día tras día, semana a semana, mes a mes.  Y así pasa el tiempo.  No ve a nadie.  Sin embargo, siempre agudiza su cada vez más deficiente mirada con la esperanza de encontrar al menos a uno de sus discípulos.  En cada intento sus ojos parecen salir de sus órbitas mientras el corazón palpita aceleradamente.  Un frío presentimiento comienza a recorrer todo su cuerpo… tampoco esta vez vendrán sus amigos… tampoco esta vez vendrán a ayudarle.  Vuelve a repetir tristemente: “…Me abandonaron todos”.

Y entonces, en medio de su sufrimiento y soledad, una nueva y desalentadora noticia llega para terminar de rebosar la copa de su amargura.  Él mismo la simplificó diciendo:

“Demas me ha desamparado, amando este mundo”. (2 Timoteo 4:10)

¿Qué cree usted que pensó el apóstol?  ¿Estará o no de acuerdo conmigo cuando digo que una puñalada abrió el corazón paternal del anciano?  Tantos esfuerzos, tantos desvelos, tantos sufrimientos para formar en Demas el carácter de Cristo y finalmente termina  este yéndose de su lado, apartándose de la fe y tirando al barro el amor de aquel que fue su pastor.

¿Qué prefiere usted, amado pastor: un miembro de su iglesia que lo trate ingratamente pero que se mantenga en la fe o uno que, dejándolo todo, regrese al mundo del cual Cristo lo redimió?  Percibo que en lo primero hay mayor dosis de esperanza y de consuelo aunque, simultánea y gradualmente, actitudes como esa enfermen progresivamente los corazones de los pastores.

Continuaré la Carta en una segunda Parte.

se despide de usted, su amigo que le recuerda con amor y preocupación:

José Ramón Frontado.
Cabimas, Venezuela.
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