Amado pastor.

En las dos últimas entregas te hablé de del Invierno, Primavera y Verano.

Y terminaré escribiéndole sobre el otoño.

Cada 21 de septiembre comienza esta dorada estación durante la cual, al fin, entrega la planta el producto de su naturaleza.  Durante mucho tiempo estuvo ella absorbiendo agua y nutrientes a través de sus raíces, transformando la energía solar en productos que serían beneficiosos al ser humano.  Silenciosa y lentamente, pero de una manera segura, la planta entrega al fin el fruto tan anhelado.  Y esto solamente una vez al año, o a lo máximo dos.   Este es el tiempo tan esperado por el agricultor.  Y a pesar de ser un tiempo lleno de bendiciones para él y para su familia, es relativamente corto al considerar la duración del resto de las estaciones.

Pero aún sigue siendo un tiempo de trabajo y de sacrificios, pues hasta el último momento debe esforzarse el labrador para poder disfrutar de su inversión y sufrimientos.

Por cierto, hermano pastor, y saliéndome un poco de mis tan climatológicas meditaciones,  ¿Sabe qué otra acepción le concede el Diccionario de la Real Academia Española a la palabra otoño?:

“Periodo de la vida humana en que esta declina de la plenitud hacia le vejez”.

Y quise mencionarle esto último pues sé que es algo temido por muchos hombres del altar.  Tal vez sea usted uno de ellos.

Sí, le describiré finalmente lo que simboliza el otoño en la vida de un siervo de Cristo.

Es el tiempo cuando, de una forma melancólica y triste, sentimos que hemos llegado a nuestra meta, al final de nuestra carrera.  Y es posiblemente el tiempo cuando más equivocados estamos con respecto a Dios y a Su forma de manifestarse a nosotros en las diferentes estaciones espirituales.  Muchos creyentes invierten gran parte de su vida tratando de alcanzar algún ideal.  Al lograrlo, pareciera que sus metas se agotaron y, por tanto, el impulso y la motivación que le dan sentido a la vida, también se agotan.  Así, la vida deja de tener sentido y valor espiritual.  Es el tiempo cuando nos estancamos más creyendo que ya tenemos todo lo que realmente necesitamos.  De esa manera envejecemos prematuramente y no servimos más para el reino de Dios.

Sé que existe un final real para todos nosotros, un otoño dorado y definitivo para cada siervo.  Sin embargo, por ahora no quiero tratar tan sublime asunto.

Deseo más bien alertarle que cuando llegue a esta estación debe recordar que sus hojas caerán, pero no para sentarse y esperar la muerte, sino para ser renovado, pues el ciclo de las estaciones de Dios debe comenzar nuevamente.

Cada hoja de nuestra vida que cae, cada pedazo de nuestra vida que muere, cada área de nosotros que ya ha cumplido una misión, solamente nos habla de nuevas y verdes hojas que reverdecerán en nuestra alma, que nuevas cosas van a cobrar vida y color y que nuevas misiones de parte de nuestro Señor Jesucristo serán entregadas en nuestras manos.

Esas son las estaciones de Dios.  Pablo es un buen ejemplo de esto;  le manifestó a Timoteo que ya estaba listo para morir:

“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano” (2 Timoteo 4:6)

Y enseguida le manifestó que cuando fuera a visitarlo le hiciera el favor de llevar con él a Marcos porque le era útil para el ministerio: “Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio” ( 2 Timoteo 4:11)

Y era que Pablo, quien comprendía perfectamente las diferentes estaciones de Dios y la manera de vivir en cada una de ellas, quería producir nuevas hojas, nuevos retoños y ofrendar nuevos frutos ante el trono de su Señor, aunque estaba a punto de morir, viejo, cansado y débil en el interior de una oscura cárcel romana.

Estas, mi muy apreciado pastor, son las estaciones de Dios.

Tal vez le ayude hacer una oración que constantemente hago cuando me encuentro en su actual situación:

“Señor:

Tú que conoces y comprendes lo que se agita en nuestros corazones cuando tenemos que enfrentar las dificultades de cada una de tus estaciones, Tú que sabes que mi anhelo más preciado es llevar frutos ante Tu altar.  Tú que has visto mis lágrimas al sembrar y mi impaciencia al esperar el tiempo de la siega.  Tú que conoces mi ignorancia y que no ignoras mi incapacidad, por tu misericordia y por tu gracia; por el conocimiento que tienes de mi pequeñez y de mi incompetencia…

Ayúdame:

No para que pueda ver los gloriosos rayos de tu sol mientras dura mi frío invierno,

No para que me enorgullezca al contemplar las bellas flores de mis primaveras,

No para que pueda sentir la frescura de tu rocío en medio del calor de mis veranos,

No para que pueda tener hojas nuevas cuando el otoño me arrebate las pocas que me quedan,

Sino:

A bendecir Tu nombre durante mis inviernos, sabiendo que estarás fortaleciendo mis raíces para que pueda resistir firmemente cuando los vientos tempestuosos me golpeen con todas sus fuerzas.

A exaltar Tu nombre durante mis primaveras por hacer el milagro de producir exquisitas flores y colores en una vida que no puede producir nada bueno por sí misma.

A adorar Tu nombre en medio de las sequías de mis veranos, sabiendo que en esos tiempos estarás más cerca de mí.

Y a Glorificar Tu nombre cuando en mis otoños me desnudes de mis amarillas hojas muertas, para cubrirme con el manto verde de Tu renovación espiritual.

En el nombre de Jesús, Amén”.

Manteniéndome siempre a la espera de nuevas noticias suyas, y abrazándole a la distancia, me despido de usted, en el nombre del Dios de las estaciones.

Su amigo y compañero de ministerio,

José Ramòn Frontado

(Quien también tiene que aprender a vivir en cada una de estas estaciones)

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