“No somos ricos por lo que poseemos, sino más bien por aquello de lo que podemos prescindir”. Immanuel Kant

Sandy vive en un apartamento tan pequeño, que cuando regresa el supermercado tiene que decidir que saca para hacerle campo a lo que compró. Todos los días lucha para conseguir alimento y ropa para ella y su hijita de cuatro años con lo que gana como escritora ocasional y en todo tipo de empleos.

Su ex marido desapareció hace largo tiempo en una autopista desconocida, y es probable que nunca vuelva a oír hablar de él. Una vez sí y otra no, su auto decide tomarse el día libre y se rehúsa a moverse. Esto significa ir en bicicleta (si el tiempo lo permite), caminar o pedir a algún amigo que la lleve.

Cosas que la mayoría de la gente considera esenciales para su supervivencia —un televisor, un horno de microondas, un radiograbador portátil, una buenas zapatillas deportivas—se encuentran para ella al final de la lista de lo que “tal vez, algún día”.

Comida nutritiva, ropa abrigada, su pequeño apartamento, el pago del préstamo estudiantil, los libros para su hija, atención médica estrictamente indispensable y una ocasional salida al cine absorben el poco dinero de que dispone.

Sandy ha golpeado a más puertas de las puede recordar intentando conseguir trabajo decente, pero siempre hay algo que no funciona: tiene poca experiencia o su experiencia es de otro tipo, o bien el horario volvería imposible el cuidado de su niña.

La historia de Sandy no es inusual. Muchas madres divorciadas o viudas y gente mayor se enfrentan a la injusta estructura económica, y quedan a mitad del camino entre las personas verdaderamente autosuficientes y aquellas otras lo bastante empobrecidas como para recibir la ayuda del estado.

Lo que torna inusual a Sandy es su perspectiva.
—No tengo muchas cosas, ni comparto el sueño norteamericano —me dijo insinuando una autentica sonrisa.
—¿Eso te molesta? —le pregunté.
—A veces. Cuando veo a otra niña de la edad de mi hija que tiene lindos vestidos y juguetes, o que pasa en un auto elegante o vive en una buena casa, me siento mal.
Todo el mundo quiere lo mejor para sus hijos —respondió.
—Pero… ¿no estás amargada?
—¿Por qué habría de amargarme? No nos morimos de hambre ni de frío, y tengo todo lo que realmente importa en la vida —replicó.
—¿Y qué es eso?.
—Tal como yo veo las cosas, no importa cuánto compres ni cuánto ganes, en realidad sólo hay tres cosas que puedes conservar en la vida —me dijo.
—¿Qué quieres decir con “conservar”?
—Quiero decir que esas cosas nadie puede quitártelas.
—¿Cuáles son?
—Una, tus experiencias; la segunda, tus verdaderos amigos; y la tercera lo que cultivas dentro de ti mismo —me dijo sin vacilar

Para Sandy, las “las experiencias” no son nada monumental. Son los que llamamos momentos comunes, los que pasa con su hija, sus paseos por el bosque, las siestas a la sombra de un árbol, escuchar música, tomar un baño caliente u hornear pan.

Su definición de los amigos es algo más expansiva.
—Los verdaderos amigos son aquellos que nunca abandonan tu corazón, aun cuando se vayan de tu vida por un tiempo. Incluso después de pasar varios años separados, continúas con ellos exactamente donde los dejaste, e incluso cuando mueren, nunca mueren en tu corazón —me explicó.

En cuanto a lo que cultivamos dentro de nosotros mismos, me dijo:
—Eso depende de cada uno, ¿verdad? Yo no cultivo la amargura ni la pena. Podría cultivarlas si quisiera, pero prefiero no hacerlo.
—Entonces, ¿qué cultivas?

Miró con ojos de cariño a su hija y luego me miró de nuevo. Se señaló sus propios ojos, brillantes de ternura, gratitud y reluciente alegría.
—Esto es lo que cultivo.

Philip Chard, Sopa de Pollo para El Alma de La Mujer