Había una vez un joven que divulgó chismes sobre su amigo por toda la aldea. Se sintió extremadamente culpable por lo que había hecho así que fue con el cura del pueblo para confesar su difamación.

Le preguntó al padre qué podía hacer para retirar sus palabras dañinas y reconciliar la amistad con su amigo.

El padre le dijo: “Anda, toma un pluma y colócala en la entrada de cada casa del pueblo”. El joven no sabía exactamente la razón de esto pero pensó que estaría haciendo lo correcto y que se sentiría mejor al obedecer al cura así que tomó una bolsa llena de plumas y se fue por toda la aldea colocando una pluma en la entrada de cada casa; con la esperanza de que cada vez que colocara una pluma se sentiría mejor, pero no fue así. Cuando terminó de colocar la última pluma aún se sentía miserable por dentro.

De manera que regresó con el padre y le dijo: “Padre, ya hice lo que usted me mandó pero aún me siento muy mal por lo que he hecho, qué más puedo hacer”.

El cura le respondió: “Ahora regresa al pueblo y recoge todas las plumas que has colocado”. El joven sorprendido exclamó: “Padre, eso es imposible ya el viento se la llevó todas; jamás podré recuperarlas”. El padre le dijo: “Exactamente, lo mismo pasa con el daño que han ocasionado tus palabras”.

Como puedes ver, las palabras malvadas siempre reflejan un corazón lleno de odio, orgullo, envidia y celos.

A menudo complicamos las cosas y multiplicamos el daño entre nosotros porque traicionamos confianzas y divulgamos palabras que sabemos que no son ciertas con la intención de dañar, herir, envenenar y destruir; y eso es malvado.

Y qué triste que nuestras iglesias, familias, y relaciones interpersonales sean fracturadas por el chisme, la calumnia y la difamación.

Anótalo bien, una vez que divulgamos un chisme es imposible remediar lo hecho.

Salomón dijo: “Quien habla mal de su amigo lo hiere más que una espada”.

Fuente: Jorge Cota
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