Hubo un joven pastor escocés, Robert Murray McCheyne, quien murió a los 29

años. Antes de su muerte, él trajo un gran despertar a su iglesia.

Esta

 semana leí la siguiente cita de este hombre de Dios: “La mayor necesidad de mi

pueblo es mi propia santidad.”

Contamos con una gran cantidad de predicadores elocuentes, con una

 sobreabundancia de personalidades carismáticas y con suficientes líderes de

 alto perfil. Sin embargo, lo que nos hace falta son hombres santos de Dios.

La

 gente necesita ver más allá de las habilidades ministeriales de sus líderes,

 necesita ver un corazón devoto. 



Un pastor no puede conducir a su congregación a las profundidades de Cristo

 que él mismo no ha experimentado primeramente.

¿Cuál es el resultado de una iglesia que tiene sorprendentes programas,

 brillante liderazgo, donde ante espectaculares presentaciones los congregantes

 no se mueven de sus sillas, y donde se cuenta con lo último en tecnología e

 instalaciones pero en su esencia no tienen visión de cómo ser un pueblo

 santo?

¿Qué buen fruto puede provenir de conferencistas que logran atraer la

 atención de su audiencia a través de eventos de entretenimiento, si éstos no 

son hombres que desean quebrantarse, y con reverencia y humildad, reconocer lo

 alejados que su congregación y ellos mismo están del Dios santo y 

maravilloso?

Nuestras iglesias están a menudo llenas de frivolidad y lo sabemos, pero esto 

no cambia porque los líderes lo toleran en lugar de lamentarse por ello.

La 

situación en la iglesia es simplemente un reflejo de la realidad que está en 

el corazón del pastor. La luz que brota de una vasija rota sobrepasa, eclipsa, 

la luminosidad producida por miles de programas religiosos de entretenimiento.

 Pablo dijo, ustedes tienen muchos tutores, pero pocos padres.

Hoy podría haber

 dicho: ustedes tienen muchos expertos en la iglesia, pero pocos hombres santos. 



Las palabras de R.M. McCheyne son más necesarias hoy que cuando habló por 

primera vez ante una iglesia liberal y nominalista en Escocia. Pero no sólo

 sus palabras sino su ejemplo, el poder de su púlpito y el efecto de su 

ministerio le dieron poder a sus palabras. Sus palabras contenían poder porque

 su vida contenía pureza.

¿Tienes hambre de ser un hombre santo o una mujer de Dios? Existe sólo una 

manera para que esto suceda.

Desista de sus esfuerzos humanos por lograr 

rectitud en sus propias fuerzas y ser completamente revestido de Cristo, y

 reciba la obra terminada de Jesús en la cruz.



 Esta santidad es mucho más que la obstinada negación del pecado, es una 

absoluta entrega a Cristo la cual libera inmensa y gloriosamente pasión por la

 santidad. No quiero pasarme la vida tratando de luchar con mi viejo hombre.

Quiero a Cristo formando en mí la plenitud del hombre nuevo que Él ha creado.
 
TENGO HAMBRE DE SER SANTO…

Gary Wilkerson