La Iglesia que yo amo es así:

Es la iglesia que prefiere tener siempre sus puertas abiertas,  aunque pueda colársele algún intruso,
por miedo a que pase de largo un sólo mensajero del Espíritu que venga a enriquecerla;
La que está convencida y lo demuestra que el puerto es Cristo
y que ella es sólo el faro que señala: el puerto está allí;
La que prefiere ser sembradora de esperanzas que espigas de miedo;
La que me dice honradamente, sin soberbia:
“somos un pueblo en camino, hacia una meta común  y necesitamos ir cogidos de la mano,
beber en la misma fuente
y tantear los mismos peligros”:
La que demuestra al mundo que se puede conciliar el máximo de libertad humana
con la obediencia al Creador;
La que tenga tal instinto para el amor  que sepa descubrirlo incluso donde nadie lo advierte;
La que escucha con más seriedad y con mayor esperanza la voz de los pobres y de los débiles
que la de los ricos y poderosos,
porque sabe que son más libres, menos comprometidos,  más abiertos al Dios que llama siempre;
La que tiene más vocación de defensora de cualquier derecho humano
que de protectora de privilegios propios o ajenos;
La que cree en Cristo más que en los bancos y en la diplomacia;
La que acaba venciendo no con el poder,
sino con la fuerza misteriosa y santa de su “debilidad”;
La que ante cada nuevo problema que me presenta la vida
sabe darme no “su” respuesta, sino la de Cristo,
y en caso de ignorarla me llama a colaborar en ella en una búsqueda común;
La que me habla más de Dios que del diablo,
del cielo que del infierno,
de la belleza que del pecado,
de la libertad que de la obediencia,
de la esperanza que de la autoridad,
del amor que de la inmoralidad,
de Cristo que de ella misma,
del mundo que de los ángeles,
del hambre de los pobres que de la colaboración con los ricos,
del bien que del mal,
de lo que me está permitido que de lo que me está prohibido,
de lo que aún está abierto a la búsqueda que de lo ya conquistado, 
     del hoy que del ayer;
La que me ofrece un Dios tan semejante a mí que puedo jugar con Él,
y tan distinto que puedo encontrar en Él lo que ni puedo soñar;
La que es más madre que reina,
más abogada que jueza,
más maestra que policía;
La que tiene el fogón siempre encendido
para todos los fríos y todas las soledades;
el pan caliente preparado para todas las hambres
y la puerta abierta,
la luz encendida
y la cama hecha para cuantos van de camino, cansados,
en busca de una verdad y de un amor que aún no han encontrado.
A otros podrá gustarles la Iglesia con otra cara.
Yo a la Iglesia la amo así,
porque es de este modo como mejor me asegura la presencia viva de Cristo,
el Cristo amigo de la vida,
el que vino no a juzgar, sino a salvar cuanto estaba perdido.

adaptado y abreviado de “El Dios en quien no creo”,  de Juan Arias (Sígueme 1969)