Había un hombre muy precavido que

Aquel que nunca se rió ni jugó;
el nunca se arriesgó, ni nunca intentó nada,
el nunca cantó u oró.
Y cuando un día murió,
el seguro de vida se negó a pagar,
porque, como nunca había vivido,
¡dijeron que no había muerto!

El proceso de vivir es en sí un riesgo, pero todos tenemos que enfrentarnos a él en diferentes etapas. Para aprender a caminar, un bebé debe arriesgarse al dolor que producen las caídas.  El adolescente que acaba de sacar la licencia de conducir se enfrenta al mayor riesgo de su vida como conductor.  La pareja que se compromete con los votos matrimoniales debe enfrentar la posibilidad de que esa unión, la cual esperan que sea la que les de la mayor felicidad de la vida, pueda ser también la que traiga los dolores más fuertes.  Y el empresario que intenta afianzarse o ampliar su empresa sabe que también corre riesgo de sufrir una pérdida sustancial.

Por lo tanto, si existe tal potencial de sufrimiento cuando tratamos de crecer y alcanzar metas en la vida, ¿por qué lo intentamos?

Una razón es que Dios nos ha bendecido con un impulso interior que nos lleva a mejorarnos en la vida. Con mucho acierto alguien ha dicho que ” llega el día en que el riesgo de quedarse como un brote es más doloroso que el riesgo de florecer “.  Y sabemos que no podemos recoger rosas sin correr el riesgo de herirnos con una espina.

Pero cuando la posibilidad de enfrentarnos a las espinas es demasiado dolorosa, recuerda que cuando Dios te inspira a cortar nuevas rosas, puedes confiar en que Su fuerza y Su dirección te ayudarán a caminar entre espinas.

Samuel creyó, y el Señor estaba con él, no dejó sin cumplimiento ninguna de sus palabras.  1Samuel 3:19

Fuente:  En el Jardín con Dios