Su nombre fue Joseph Lister, y fue un médico de segunda generación que nació en Inglaterra en 1827. En los días durante los cuales empezó a practicar la medicina, la cirugía era algo muy doloroso y horrible.
Si hubiese tenido la desdicha de sufrir un accidente y hubiese tenido que ser operado a mediados de 1880, a esto es lo que habría tenido que enfrentarse: Habría sido llevado a un teatro de intervenciones quirúrgicas del hospital, que era un edificio separado del edificio principal del hospital para evitar que los pacientes regulares se asustaran por sus gritos. (La anestesia todavía no había sido desarrollada.)
Habría sido amarrado a una mesa muy parecida a una de su cocina, bajo la cual había un cubo con arena para recibir y absorber la sangre.
La operación pudo haber sido llevada a cabo por un médico como por un barbero, rodeado de un grupo de observadores y ayudantes. Todos ellos estarían vestidos con la misma ropa que habían estado usando durante el día mientras viajaban por la ciudad y trataban a otros pacientes.
Los instrumentos usados por el médico eran sacados de un cajón donde habían sido colocados (sin desinfectar) después de la operación anterior. Y si el cirujano hubiese necesitado tener las manos libres mientras trabajaba en usted, habría sujetado el bisturí entre sus dientes.
Su oportunidad de sobrevivir a la operación habría sido de un poco más que el cincuenta por ciento. Si hubiese tenido la desgracia de ser operado en un hospital militar, sus posibilidades de sobrevivir se habrían reducido a un diez por ciento.
De la cirugía durante esa era, un médico contemporáneo escribió: «Un hombre sobre la mesa de operaciones en uno de nuestros hospitales de cirugía estaba expuesto a más probabilidades de muerte que un soldado inglés en el campo de Waterloo».
Como los otros cirujanos de su tiempo, Lister sufría por el alto índice de muertes entre sus pacientes, pero no conocía la causa. Sin embargo, se dispuso a descubrir una forma de salvar la mayoría de los pacientes que pudiera.
Su mayor progreso vino cuando su amigo, el profesor de química Thomas Anderson, le entregó algunos escritos. Los documentos los había escrito el científico Luis Pasteur. En ellos, el científico francés decía que en su opinión la gangrena era causada no por el aire, sino por una bacteria y gérmenes presentes en el aire. Lister encontró notables estas ideas. Y teorizó en el sentido de que si se lograba eliminar a los microbios peligrosos, sus pacientes tendrían más probabilidades de evitar la gangrena, envenenamiento de la sangre y las otras infecciones que a menudo les causaban la muerte.
De acuerdo a lo que sabemos sobre gérmenes e infecciones, hoy las ideas de Lister pudieron haber parecido de sentido común. Sin embargo, en aquellos días su creencia era radical, incluso entre los miembros de la comunidad médica. Y cuando Lister, que trabajaba en un hospital en Edinburgh, presentó sus creencias a los cirujanos jefes, se burlaron de él, lo ridiculizaron y lo rechazaron. Cada vez que hacía sus rondas, sus colegas lo insultaban y lo criticaban sin misericordia. Era un proscrito.
A pesar del rechazo de sus colegas y de una naturaleza inherentemente apacible, Lister rehusó retractarse. Continuó sus trabajos sobre el problema, pero sus investigaciones las hacía en su casa. Durante largo tiempo, él y su esposa trabajaron en un laboratorio que montaron en la cocina. La clave, creía él, era encontrar una sustancia que fuera capaz de matar los microbios.
Finalmente, Lister optó por el ácido carbónico, una sustancia usada para limpiar el sistema de drenaje en la ciudad de Carlisle. Su investigación preliminar le permitió estar listo para probar su teoría. Pero eso exigía otro riesgo, mucho mayor que el rechazo de sus colegas. Tendría que experimentar con ácido carbónico en un paciente vivo, sin saber si este podría morir.
Lister decidió esperar hasta dar con la persona adecuada. Buscaba a alguien que estuviera condenado a morir. El 12 de agosto de 1865 encontró a su paciente en un niño de once años, que había sido llevado al hospital tras haberse caído de una carreta. Sus piernas habían resultado tan dañadas que los huesos rotos habían traspasado la piel quedando expuestos. Y sus heridas tenían más de ocho horas. Era la clase de paciente que por lo general no lograba sobrevivir.
Lister usó ácido carbónico para limpiar las heridas, sus instrumentos y todo lo que fuera a estar en contacto con el paciente. También vendó las heridas con vendas que empapó en esa sustancia. Y esperó. Un día, dos días, tres días, cuatro días. Para su alegría, después del cuarto día no había señales de fiebre o envenenamiento de la sangre. Después de seis semanas, el niño pudo volver a caminar.
En medio de fuertes críticas, Lister usó ácido carbónico en todos sus procedimientos. Durante 1865 y 1866 trató a once pacientes con fracturas complicadas y ninguno de ellos contrajo infecciones. Al proseguir con sus investigaciones, mejoró sus métodos, descubriendo sustancias antisépticas adicionales que trabajaron mucho mejor.
En 1881, dieciséis años después de su éxito con un paciente, sus colegas en el Congreso Médico Internacional efectuado en Londres, reconocieron sus avances. Y a su trabajo lo catalogaron como quizás el avance más grande que haya hecho la cirugía. En 1883 fue hecho caballero y en 1887 fue hecho barón. Hoy día, si usted se ha tenido que someter a cualquier tipo de cirugía, como me ha ocurrido a mí, tiene para con el Dr. Joseph Lister una tremenda deuda de gratitud. Sus riesgos garantizaron nuestra seguridad.
Gloria Lau, «Joseph Lister, Developer of Antiseptic Surgery», Investor’s Business Daily, 22 de enero de 1999, p. A5.
Esfuerzo y Dedicación es importante en la vida. No te rindas a pesar de los obstáculos, fuiste llamado a ser vencedor.
Cuando Saúl asumió el reinado sobre Israel, luchó contra todos sus enemigos en derredor: contra Moab, contra los hijos de Amón, contra Edom, contra los reyes de Soba y contra los filisteos; adondequiera que se volvía, resultaba vencedor. 1 Samuel 14:47.