Para muchas familias la llegada de un primer hijo es todo un evento. Todos esperan con ansias conocer el nuevo bebé. Es común que durante los primeros días, desfile por la casa la familia entera, además de amigos y conocidos. Por otra parte; he visto también cuán necesario resulta para los padres enseñar a su bebé, contar sobre sus primeras hazañas, esperar ansiosamente que abra los ojitos, que bostece y que suelte oportunamente el llanto o una sonrisa…. Digamos que esto podría estar cercano a lo que llamamos “normal”. Sin embargo, a Lucía no le sucedió así. ..
Al nacer su primer hijo, desarrolló un temor a recibir visitas, pues estas podían ser portador de un virus que se le pegarían con el contacto y los besos. No quería que nada interrumpiera su sueño o su horario de comida. Le angustiaba que al alzarlo le lastimarán si lo tomasen de forma incorrecta. El mejor lugar para que estuviera seguro era la casa, por eso no salió de su casa, ella y su bebé salían únicamente para acudir a las necesarias citas médicas. Cuando llegaba su familia, apagaba las luces y esperaba callada a que se fueran.
Estudios psicológicos sobre el desarrollo infantil, nos dicen que hay una simbiosis normal que va más o menos de los cero a los cuatro meses, en donde el bebé se cree parte de la mamá; son uno y la conexión de éste después del cordón umbilical va a ser el pezón. Después de los cuatro meses aproximadamente, los bebés empiezan a diferenciarse de la mamá y es entonces cuando reconocen a mamá y al sí mismo. El bebé de Lucía creció pegado a ella. El proceso de simbiosis normal dejó de serlo, cuando el bebé no pudo diferenciarse de su mamá; sucedió que este bebé se veía a sí mismo como parte de ella, por eso cuando la perdía de vista se generaba una fantasía de destrucción, abandono y muerte que se manifestaba por crisis de llanto severas y síntomas ansiosos: era evidente el sufrimiento que sentía cada vez que no veía a su mamá o que sentía que los brazos que lo alzaban no eran los mismos de siempre.
Conocí el caso de Lucía y su hijo cuando este tenía seis años. Lo llevan a consulta cuando en su primer día de preescolar hace tal crisis que por un momento dejó de respirar hasta cambiar de color.
El proceso de ajuste de los niños en este nivel es de por lo menos un mes, hablando de casos un poco difíciles. Para las maestras, este periodo de adaptación nunca llegó pues Lucía al ver que su hijo lloraba todos los días, decidió quedarse en el carro esperando toda la mañana hasta que la jornada terminara. El niño por su parte, tampoco dejaba de llorar pues sabía que su mamá estaba en el carro, a unos pasos de él esperándolo.
Después de dos meses, Lucía saca del preescolar a su hijo, aduciendo trauma psicológico. Su argumento fue que no quería verlo sufrir más, por eso decidió no enviarlo más durante ese año al preescolar.
Al año siguiente, la historia se repitió; con la diferencia que la nueva escuela le pidió a Lucia que se retirara por completo de la escuela durante la jornada. Mientras ella esperaba en su casa que las horas pasaran; ella empezó a desarrollar síntomas parecidos a los de su hijo: angustia, temor de separación, miedo de que le pasara algo, que no lo pudieran cuidar tanto como ella lo hacía, lloraba, se hacía películas mentales de tragedias, entre otras.
En el preescolar le recomendaron que buscara ayuda pues la situación se volvía imposible de manejar.
A muchos les parecerá extremo este caso; sin embargo, la dependencia y la sobreprotección pueden llevar a mamá- hijos a conductas impensables.
Si nos ponemos a pensar; todo empezó en un deseo de protección. Sin embargo por alguna situación particular, por alguna experiencia de vida, por algún trauma, este deseo se transformó en el pánico o en temor de pérdida que Lucía experimentaba y que trasladaba a su hijo.
Este tema tiene un transfondo sociocultural porque las mujeres siempre estamos posicionadas en roles de cuido. El buen papel de mamá o de esposa depende de la calidad de cuido que demos a quienes nos rodean. Desde niñas somos educadas para cuidar y servir. Cuando vemos a niñitas jugando con muñecas vigilamos que el juego incluya el rol de cuido: “mira tu bebé tiene hambre”, “mira, tenés que cuidar a tu bebé”, “así no se agarra”, “¡ya durmió la siesta”… sin embargo, si vemos a un niño agarrar el mismo muñeco, rápidamente le buscamos un carrito o un juguete para niño, en muchos casos inclusive se le hace manifiesta la censura: “eso es de niñas y tu eres un niño”.
Cuando crecemos, como niñas se nos dice que tenemos que andar limpiecitas, que las niñas lindas no se ensucian, no juegan brusco, no gritan. Los varones si se pueden ensuciar, pueden recurrir a juegos bruscos y hasta violentos porque así se hacen más fuertes y hasta aguantan más.
Más grandes tal ves nos digan que no hagamos problemas, nos enseñan a callar, a no reclamar. Sin embargo un muchacho que sea callado, introvertido podría pasar por “afeminado”
Cuando tenemos hermanos menores, las hijas debemos cuidar por ellos. Luego hay que cuidar a los papás.
Las mujeres somos calificadas socialmente desde la forma en la que ejercemos nuestra maternidad o desde la forma en la que llevamos nuestra casa y nuestro matrimonio.
Para muchas mujeres este encargo es realmente pesado y agobiador. Si el bebé se enferma, es por que no lo cuidaste bien; si se cae, es porque no le ponés atención; si tu esposo se va de la casa, es porque no lo supiste atender; si te es infiel, fue porque no fuiste lo suficiente mujer. Si… si… si… si… hay múltiples posturas que pueden ponerte en el lugar de inútil, descuidada, irresponsable….
Ahora, pensémonos entonces que algunas mujeres ante esta presión social desarrollan tal temor de ser señaladas en falta, que podrían caer en el extremo, tal como cayó Lucía….
Lucía había crecido como única hija mujer entre tres varones, mamá y papá. Su madre había implantado el mismo sistema de crianza con Lucía y dos hermanos mayores. Cuando nació su hermano menor, Lucía tuvo la oportunidad de ensayar el método de crianza de su mamá pues compartían el cuido del hijo menor. Lucía sabía que como mujer debía atender a su familia y que al convertirse en madre y esposa, tenía que seguir al pie de la letra la receta de su mamá. Quizás en los años en los que se crió ella, este método era válido; sin embargo para los años en los que nace su único hijo, el método ya era obsoleto e incluso muy mal visto para algunos.
Criar hijos dependientes, es como conformarse con el gateo, aún y cuando puedan llegar a caminar y hasta correr; es como darles cereal en papilla toda la vida, cuando ya tienen dientes para masticar una deliciosa pieza de pollo…
Los niños que son criados bajo el espejismo de la sobreprotección, son poco tolerantes a cambios, resuelven todo mediante llantos, evaden los contactos sociales o las situaciones nuevas, sintomatizan frecuentemente con dolores de estomago, de cabeza, de cualquier cosa; inclusive algunos llevan los síntomas al extremo convirtiéndolos en vómitos y diarreas que son los más comunes.
En ausencia de la mamá, buscan a quien pegarse: maestras, abuelitas, tías. Recurren mucho al juego solitario, tienen ataques de pánico cuando se descubren solos o cuando sus papás se atrasan en buscarlos y tienen que esperar, les es difícil separarse de sus padres, por eso siempre andan en ceremonias, fiestas, aniversarios y otras actividades que son exclusivas para adultos.
Las conductas inseguras en sus hijos e hijas no surgieron de la nada; la dependencia, la sobreprotección, la falta de estímulo en la independencia y los apegos enfermizos son el fruto de una vinculación enfermiza.
Crecen viviendo este tipo de conflictos: No se donde empiezo yo y donde termina el otro, necesito que me digan si lo que estoy haciendo esta bien, mal o si les gusta o no les gusta y si no lo hago bien; requiero que me indiquen la manera de hacerlo…. Es como si ocupáramos recetas para resolver todo lo que sucede; pero, ¿dónde queda la espontaneidad?, ¿será que el aprendizaje por error no es válido?, o que ¿existe una forma de hacer las cosas para que no sufra quien más amo? ….
Resultan siendo personas que necesitan supervisión, aprobación y refuerzo en todo lo que hacen. El señalamiento de una simple equivocación puede desencadenar una crisis fatal: “ no sirvo para nada, siempre me equivoco, esto no me enseñaron a hacerlo, necesito que me ayuden…” En muchos casos terminan convirtiéndose en personas rígidamente metódicas, porque seguir un método reduce el riesgo de equivocarse, y eventualmente pueden desviar la atención y la responsabilidad a quien les enseñó el método.
Detrás de la sobreprotección hay un discurso encubridor: te hago las cosas porque creo que no vas a ser lo suficientemente capaz de hacerlo por vos mismo. SI! Estos es. Una señora me decía enojada que eso no era cierto, que su forma de demostrarle su amor a sus hijos era consintiéndolos y chineándolos… sin embargo, cuando estos empezaron a transitar por la temida adolescencia y la tempestuosa juventud; resultó que sus hijos tenías pocas herramientas sociales, buscaban en la secundaria y en los trabajos, personas que los asumieran y les dijeran paso por paso lo que debían de hacer. Cuando se dieron cuenta que la vida no les funcionaba así; uno optó por hacerse un mundo paralelo, se aisló y evitó relacionarse más allá de lo necesario. Curiosamente, la apuesta laboral apuntó a un trabajo independiente que podía realizarse desde la “comodidad” de su casa y la comunicación se limitó al uso de internet y solo cuando fuese necesario a la telefónica. En el otro caso; su hijo adolescente al verse tan “inútil” socialmente hablando, empezó a sintomatizar. De pronto, cualquier situación podía generarle altas dosis de frustración y dolor que se convertían en depresión y que buscaban salida por las ideas suicidas.
Estas dinámicas y formas de relacionarse se tejen desde la infancia, tienen sus raíces en los patrones de crianza que tuvieron nuestros padres y en lo que la sociedad nos impone…. Entonces, ¿qué hacemos?
Acompañeme en la segunda entrega….
Hasta entonces!
Licda. Tatiana Carrillo Gamboa
Psicóloga y Psicopedagóga
Es muy correcto esta reflexión. Gracias.