Sandra tenía la moral por los suelos cuando empujó la puerta de la florería, luchando contra una ráfaga de viento otoñal.
Su vida había marchado sobre ruedas hasta que en el cuarto mes de su segundo embarazo un accidente automovilístico acabó con su felicidad.

De no haber sido por ese lamentable suceso, en la última semana de noviembre habría dado a luz a un hijo. Por si semejante pérdida fuera poca, la compañía en la que trabajaba su esposo amenazaba con transferirlo. Encima su hermana, cuya visita durante la fiesta esperaba con ilusión, la había llamado para decirle que no podría ir a verla.

De todos modos, lo peor había sido que una amiga  suya la había indignado con la sugerencia de que tal vez Dios le había mandado esos pesares para hacerla madurar y ayudarla a entender a los que sufren.

«Claro —pensó—, ella no ha perdido a un hijo. No tiene ni idea de cómo me siento.
¿Por qué voy a dar gracias? —se preguntó—.
¿Por un conductor descuidado cuyo camión apenas sufrió un rasguño cuando embistió  a mi auto?
¿Por una bolsa de aire que salvó mi vida pero no la de mi hijo?»

—Buenas tardes. ¿Qué se le ofrece? —preguntó la florista, sobresaltándola sin querer—.
Perdone, no quería que se sintiera ignorada.

—Me gustaría… un arreglo floral.

—¿Para el día de Acción de Gracias?

Sandra asintió con la cabeza.
—¿Quiere uno bonito pero normal, o prefiere uno que está teniendo mucho éxito, especial para este día?

Observando la curiosidad reflejada en el rostro de Sandra, prosiguió:

—Estoy convencida de que las flores dicen algo. Cada arreglo expresa un sentimiento particular.

¿Busca algo que transmita la idea de gratitud?

—¡No exactamente! —respondió Sandra con brusquedad—. Disculpe, pero es que en los últimos cinco meses todo lo que podía salirme mal ha salido mal.

A Sandra le pesó haber dado una respuesta tan desagradable. Pero se sorprendió cuando Jenny, la florista, le dijo:

—Tengo el arreglo ideal para usted.

En ese momento sonó el carillón de la puerta.

—Hola, Bárbara —saludó Jenny a la clienta que entraba—.

Tengo listo su pedido. Ahora se lo traigo.

Excusándose, se dirigió a la trastienda. Instantes después apareció con un enorme ramo de largos tallos de rosa decorados con follaje y cintas. Lo curioso era que el extremo de los tallos estaba cortado, y faltaban las flores.

—¿Sé lo pongo en una caja? —preguntó Jenny.

Sandra se quedó observando para ver cuál sería la reacción de Bárbara.

¿Sería una broma? ¿Quién querría tallos de rosa sin flores?

Esperó que se rieran, que alguna se diera cuenta de que los espinosos tallos no tenían   rosas; pero ninguna de las dos se rió.

—Sí, gracias —respondió Bárbara—.

¡Qué exquisito!

Cualquiera diría que al cabo de tres años ya no me conmovería el   sentido de este  ramo.  Sin embargo, todavía  me emociona.

A mi familia le encantará. Gracias.

Sandra no cabía en sí de asombro.

«¿Cómo puede darse una conversación tan normal en torno a un ramo tan extraño?», pensó.

—Este… —intervino Sandra—.

La señora que acaba de salir…

—Dígame.

—¡El ramo que se llevó no tenía flores!

—Así es, yo las corté.

—¿Las cortó?

—Pues sí. Ese es el arreglo especial.

Lo llamo ramo de espinas de acción de gracias.
—Y ¿cómo puede haber gente que pague por eso?

—preguntó Sandra soltando una carcajada a pesar de como se sentía.

—¿Quiére que se lo explique?

—No puedo irme de la tienda con la intriga. ¡No me lo podría quitar de la cabeza!

—Pues verá, hace tres años Bárbara entró a esta florería sintiéndose muy por el estilo de como se siente usted hoy. Le parecía que no tenía motivos para sentirse agradecida. Su padre había muerto de cáncer, el negocio familiar andaba mal, su hijo era drogadicto, y ella iba a tener que someterse a una delicada intervención quirúrgica.

—¡Uy! —exclamó Sandra.
—Ese mismo año —explicó Jenny— perdí a mi marido. Tuve que hacerme cargo de la tienda, y por primera vez pasé las fiestas sola. No tenía esposo ni hijos, ni ningún pariente que viviera cerca. Además, estaba muy endeudada para viajar.

—¿Qué hizo?

—Aprendí a valorar las espinas.

—¿Las espinas? —preguntó Sandra visiblemente asombrada.
—Tengo hondas convicciones cristianas —explicó la florista—.

Siempre he dado gracias a Dios por las cosas buenas de la vida, y jamás se me ocurrió preguntarle por qué tenía esas buenas experiencias.

Pero cuando llegó la mala suerte, ¡vaya si lo cuestioné!

Me tomó tiempo aprender que las etapas sombrías de nuestra existencia son importantes.

Aunque siempre me han gustado las flores de la vida, hicieron falta las espinas para que llegara a apreciar el consuelo de Dios.

Dice la Biblia que Dios nos consuela en la aflicción, y que gracias a ese consuelo aprendemos a consolar al prójimo.

A Sandra casi se le corta la respiración.

—Una amiga me leyó ese mismo pasaje —explicó—, ¡y me puse hecha una furia!
Será que no tengo ganas de consuelo. He perdido la criatura que esperaba y estoy resentida                 con Dios. —No sé si soy capaz de dar gracias por las espinas de mi vida —le comentó Sandra a Jenny.

—Por experiencia, yo diría que las espinas realzan la belleza de las rosas. En los momentos difíciles apreciamos más que nunca cómo vela por nosotros la Providencia. No olvide que Jesús tuvo en la cabeza una corona de espinas para que conociéramos Su amor.

Por las mejillas de Sandra rodaron unas lágrimas. Por primera vez desde el accidente lograba zafarse del resentimiento.

—Deme doce tallos largos y espinosos —pidió.

—Esperaba que los pidiera —repuso Jenny—.

En un momento se los tengo listos.

Cada vez que los vea se acordará de apreciar tanto los buenos momentos como los malos. Unos y otros nos ayudan a aprender.

—Gracias. ¿Qué le debo?

—Nada. Nada más que una promesa de curar su corazón. El primer año siempre corre por cuenta de la casa.

Y entregándole una tarjeta, añadió: —Voy a prenderle al ramo una tarjeta como esta. ¿Quiere echarle un vistazo y ver lo que dice? Es una oración que escribió un ciego.

Vamos, léala.
Dios mío, ¡nunca te he dado las gracias por esta espina! Aunque te he agradecido miles de veces mis rosas, jamás en la vida te di señales de aprecio por esta espina. Enséñame a ver la gloria de la cruz que porto. Enséñame el valor de mis espinas. Hazme ver que he ascendido a Ti por la vía del dolor, que mis lágrimas han formado mi arco iris.

George Matheson (1842–1906)

¡Feliz día de Acción de Gracias! Sandra
—dijo Jenny entregándole el ramo—.

Espero que lleguemos a conocernos más.

Sonriendo, Sandra se dio media vuelta, abrió la puerta y emprendió el camino de la esperanza.

Reflexiona sobre los muchos favores
con que Dios te colma a ti y a todos.
No te quedes pensando en las pocas desdichas
que, como todos, has sufrido.

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