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Helen Packer tenía 17 años cuando la conocí. Era una cristiana muy devota y una hija muy querida, quien estaba ingresando en el hospital por última vez. Su diagnóstico era linfoma y todos los intentos para lograr la remisión habían fracasado. Como su enfermera, Helen me confió que podía soportar todo, menos la idea de morir sola.

Ella sólo quería que alguien amado estuviera cerca, para que sostuviera su mano y orara con ella.
La madre de Helen permanecía a su lado desde temprano en la mañana hasta muy noche; regresaba a su hogar para descansar un rato y volvía a la mañana siguiente. Su padre viajaba a menudo por cuestiones de trabajo, pero se comunicaba con su esposa tan frecuentemente como le era posible.

Todas las enfermeras de la unidad nos dábamos cuenta de que Helen estaba muy cerca de la muerte, lo que también sabía ella y su familia. Comenzó a sufrir ataques y a perder el conocimiento a ratos.

Cuando una noche me marchaba del hospital, como a las 11 de la noche, noté que la madre de Helen se dirigía también al estacionamiento. Nuestra conversación fue interrumpida por el altavoz del hospital.

Llamada externa para Helen Packer. ¡Por favor llame a la operadora!

La señora Packer reaccionó inmediatamente con alarma.

Todo mundo sabe lo mal que está -dijo preocupada-. Voy a regresar a su cuarto a ver quién la llama.

Diciendo esto, me dejó y regresó con Helen. La operadora informó que la persona que llamaba colgó, pero había dejado un mensaje:
Dígale a Helen que el encargado de recogerla hoy llegará tarde, pero vendrá.

Desconcertada, la señora Packer permaneció junto a la cama de Helen esperando al visitante misterioso.
Helen murió a la 1:13 a.m., con su madre junto a ella, sosteniéndole la mano y orando.

Cuando se le preguntó al día siguiente, la operadora no pudo recordar ni siquiera el sexo del que llamó. No se encontró a ninguna otra Helen Packer, ni empleado, ni paciente ni visitante. Para los que nos preocupábamos, cuidábamos y orábamos por Helen, sólo había una respuesta.

… Yo nunca te abandonaré ni te desampararé. Hebreos. 13:5