armas3.jpg  Cuando el hombre quiere matar, poco importa el arma que usa para lograrlo. Claude Melant, francés, mató con una bola de billar a su oponente. Wendy Gilbert se acercó a su madre y la mató golpeándola con una tortuga viva.

Theodore Gardelle, pintor francés, irritado porque la empleada doméstica se burló de uno de sus cuadros, se armó de un puntiagudo peine y la mató de un golpe al corazón. Gordon Cummins, norteamericano, eliminó a su mujer rajándole el cuello con un abrelatas. En todos estos casos se emplearon diferentes armas muy extrañas, pero el resultado fue siempre el mismo: la muerte.

Estos y otros datos de homicidios con armas raras pueden leerse en el diario Le Temps de Francia. Además de estas armas, el artículo suministra datos de otras, entre las que se encuentran alfileres de gancho, escarbadientes, palos de golf, cables de teléfono y hasta cucharadas de salsa mexicana picante.

Cualquiera que sea el arma, siempre ha sido un Caín matando a un Abel: un ser humano derramando la sangre de otro ser humano. Al crear Dios el planeta Tierra, lo hizo para morada del hombre que habría de crear. Y Dios nunca estableció que este suelo que nos sostiene abriera la boca para recibir la sangre derramada de un ser humano.

Cuando el primer asesino, Caín, mató a su hermano Abel, Dios le dijo: «¡Qué has hecho! Desde la tierra, la sangre de tu hermano reclama justicia. Por eso, ahora quedarás bajo la maldición de la tierra, la cual ha abierto sus fauces para recibir la sangre de tu hermano, que tú has derramado» (Génesis 4:10‑11).

Dios no estaba pensando en homicidios cuando puso al hombre sobre la tierra. Tampoco estaba pensando en odios, violencias y venganzas, ni en en adulterios, mentiras o pecados de ninguna especie. El plan de Dios era hacer una raza humana feliz que gozara de paz en una tierra próspera.

No obstante, Dios hizo al hombre libre. Lo hizo para que pudiera amarlo y obedecerlo libremente. Pero por ser libre, tenía también la opción de apartarse de Dios. Si quería, podía desobedecer y caer en toda clase de aberraciones.

Fue por eso que Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo. Y Cristo mismo dijo que no vino para que le sirvieran, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos (Marcos 10:45). Sólo por medio de Él podemos regresar al propósito original que Dios tiene para nosotros.

El Hermano Pablo.
www.conciencia.net