¡Oh, si mi pueblo me oyera, si Israel anduviera en mis caminos! — Salmo 81:13

Cuando éramos niños y alguien nos decía que escucháramos, era sólo una forma de decirnos: “Estás a punto de meterte en problemas.” Escucha, quería decir: “no estás escuchando.”

Escucha, generalmente antecedía a algún tipo de castigo, o por lo menos significaba que teníamos que dejar de hacer algo que queríamos. Si las palabras tuvieran sabor de comida, el sabor de la palabra escucha, sería peor que el hígado: para la mayoría de los niños, y de los adultos.

La palabra escucha, sabe a aburrimiento, a enojo y a un alto a la diversión. Queremos seguir con lo que estábamos haciendo, y no queremos estar esperando a que alguien nos tenga que decir qué hacer.

¿Por qué crees que las personas se interesan de distinta forma al escuchar a alguien con autoridad cuando van a ser corregidos (y castigados) a diferencia de cuando necesitan ayuda y consejo? En otras palabras ¿Por qué nuestras expectativas respecto a lo que vamos a escuchar cambian nuestro grado de atención?

El Dios amoroso, misericordioso y benigno que estás empezando a conocer quiere que escuches cuidadosamente todo lo que Él dice. En la Biblia, Dios nos exhorta, más que casi cualquier otra cosa, a escucharlo. Quiere que lo escuchemos porque es la forma básica en la que Él puede traer bendición a nuestras vidas.

Las otras voces que hemos escuchado, nuestras inclinaciones naturales o diversas tentaciones, no han sido capaces de darnos las satisfacciones que prometieron. Él quiere que sepamos Sus caminos para vivir la vida y también cómo ha dispuesto que la vida funcione.

Nos comparte Sus verdades con entusiasmo, como alguien que nos ofreciera prender una lámpara para alumbrar el camino oscuro que tenemos frente a nosotros.

Pero nuestra reacción natural, casi instintiva, es taparnos los oídos o el trasero con las manos tratando de amortiguar lo que no queremos oír, o tratando de evitar la inminente nalgada. En lugar de inclinar nuestros oídos para escuchar, tenemos la tendencia a ponernos tensos ya sea esperando el castigo o con una terquedad declarada.

Dios no está enojado con nosotros cuando dice: “Prestadme atención.” No está tratando de robarse nuestra diversión o de hacernos saber exactamente lo malos que hemos sido. Más bien el Señor, quien nos perdonó y nos dio libertad a través de la muerte de Su propio Hijo, simplemente quiere aumentar la cantidad de cosas buenas que experimentamos en medio de este mundo quebrantado. Nos da cuidadosas instrucciones, como alguien que le da instrucciones a un visitante extranjero, porque quiere que nuestra porción diaria sea “el bien y la misericordia” todos los días de nuestras vidas sobre la tierra.

Realmente no nos beneficia mucho que Dios nos diga cómo llegar a un lugar de bendición si no ponemos atención o si no hacemos lo que Él dice.  Tu vida con el Señor no funcionará muy bien aquí en la tierra sin la obediencia.  Fue la desobediencia de Adán y Eva la que primero introdujo la muerte al mundo, y sólo la obediencia suprema de Jesús a Su Padre nos salvó de esas consecuencias.

Es una de las verdades más fundamentales en el Reino de Dios: entre más obedecemos las Palabras que Dios nos habla, más paz y gozo tendremos. Dios no se enoja con nosotros por desobedecerlo, y tampoco nos ama menos por eso.  Ya estamos perdonados y libres de sus consecuencias eternas, y sea cual sea la desobediencia, no tiene impacto en la fuerza o en la naturaleza de nuestra relación con el Señor.

Mediante Su obediencia en la cruz, Jesús aseguró para nosotros esta relación como hijos de Dios.
Por eso hoy como hijo quiero oírlo atentamente.

Señor, Gracias por oírme y darme la oportunidad de obedecerte. Tu voz es determinante en las facetas de mi vida. Amén.

Dr. Daniel A. Brown.
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