“Señor, si en verdad he hallado gracia a tus ojos, que vaya ahora el Señor en medio de nosotros. Este es un pueblo muy terco, pero perdona nuestra maldad y nuestro pecado, y acéptanos como tu heredad”. Exodo 34:9

El pecado es una marca permanente en nuestros registros. Es como una mancha de tinta indeleble que se derramó sobre una camisa blanca de algodón. La intención original de Dios era que nadie pecara, exactamente como nosotros esperamos que nadie jamás haga nada para lastimarnos y ofendernos.

Es un gran plan siempre y cuando nadie lo eche a perder, pero se necesita otro plan cuando todos tienen manchas oscuras en sus camisas y blusas. Dios vio que nadie en la tierra era perfecto; todos se desviaron de Sus caminos. Es por eso que Él mismo actuó para rescatarnos de nuestra condición desesperada (Isaías 63:5).

El tema del pecado es un punto central de las buenas noticias que Dios quiere compartir con el mundo. El asunto del pecado, quién lo ha cometido y cómo puede ser removido, es una de las formas más seguras de distinguir las religiones falsas. Algunas religiones enseñan que las personas pueden llegar a ser tan espirituales o tan puras que ya no pecan más. Otras ideologías están convencidas de la bondad básica de las personas, una bondad que es solamente estorbada por factores externos en el medio ambiente, por la crianza o por falta de educación.

Una de las primeras cosas que hizo el Señor fue encerrar “a todos [los hombres] en desobediencia [en pecado]” (Romanos 11:32). El intensificó la conciencia de maldad en todas las personas, proveyendo al mundo con un manual de instrucción llamado la Ley que pudieran leer para saber cómo debían funcionar las cosas (y cómo no debían funcionar).

La finalidad de dar la Ley era para convencernos a todos nosotros de que necesitamos perdón de nuestros pecados (Gálatas 3:24). No tenemos, en lo absoluto, ninguna esperanza de mantener nuestra vida en Dios por medio de nuestra propia perfección. Como dice el dicho: “Nadie es perfecto…”

Nuestra cultura usa esto como una excusa: “Comparado con la mayoría de las demás personas, yo hago las cosas bastante bien. Tú también cometes errores”. Pero Dios no tiene imperfecciones. Él hizo el universo para que funcionara en perfección y belleza, no en fallas y manchas.

Su intención bondadosa es que las cosas estén bien y no mal. No puede reconciliar la maldad con Su bondad; no hay lugar para distorsiones en medio de la perfección. Eso sería como un experto que trabaja madera tratando de encajar tablas que están mal cortadas en un gabinete exquisitamente diseñado. El mal y el bien no pueden ir juntos. Incluso si se permite que una sola equivocación sea parte de una ecuación, el error afecta todo el resultado.

Por el bien de lo que Él siempre ha querido para nosotros, Dios no podría simplemente haber dicho: “Oh bien, buen intento. No te preocupes por lo que haces mal; juntos encontraremos alguna forma de trabajarlas más adelante.” Nuestro pecado no podía ser adaptado; tenía que ser desplazado.

Las cosas que hacemos mal no podían ser consideradas; tenían que ser eliminadas. No había posibilidad ninguna que Dios fingiera no haber visto. La naturaleza intrínseca del pecado, de las transgresiones y de la maldad es arruinar lo que está bien. El mal actúa para destruir; siempre introduce a la muerte. Dios no podía  permitirlo que se perpetuara para siempre.

Hacerlo así sería como un doctor que a sabiendas del diagnóstico, levantara la cuarentena de pacientes infectados con un virus como el Ébola, altamente contagioso y mortal. Sólo había una solución: el perdón.

Hoy quiero vivir en ese perdón.
Señor, Gracias por extenderme tu perdón. Quiero vivir disfrutando del poder de ese perdón. Amén.

Dr. Daniel A. Brown.
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